(Foto cortesía de Puri Menaya) |
A la sombra de un nogal
Cuando el sol llegó a lo más alto, llevaba ya más de muchas horas de faena con la mula. Casi podía oler el almuerzo al poco de llegar al pie del árbol, donde su hermano y Celedonio, cuchara en mano, daban buena cuenta de las sopas, alternándose con marcial efectividad y sin dar un viaje en balde ni derramar un ápice, al menos hasta llegar a la boca, donde el último resquicio precipitado tendría su cuna en la mano que hacía las veces de babero.
Cuando el sol llegó a lo más alto, llevaba ya más de muchas horas de faena con la mula. Casi podía oler el almuerzo al poco de llegar al pie del árbol, donde su hermano y Celedonio, cuchara en mano, daban buena cuenta de las sopas, alternándose con marcial efectividad y sin dar un viaje en balde ni derramar un ápice, al menos hasta llegar a la boca, donde el último resquicio precipitado tendría su cuna en la mano que hacía las veces de babero.
Al llegar, se sacó la boina deslizando el dedazo desde la
sien hasta la frente, marcando la altura donde en algún momento se apreció el
saín que ahora forraba internamente el complemento. No era buena idea quitarse
el sudor que le incordiaba ya bajo las cejas con las manos, así que, una vez
que se quitó el chaleco, lo usó no tanto para secarse como para empujar las
gotas fuera de su rostro, y lo colgó del muñón de rama que le haría de galán de
siesta improvisado.
Después de haber templado el buche se dio a los garbanzos
con avidez, intercalando un trozo de hogaza con las viandas a cada poco, no
fuera a ser que el tocino se viera acabado antes de empezar. Al poco se quedo
solo a la sombra, exprimiendo, con el dedo de luto, el chorizo contra el pan.
Las hormigas trepaban por sus piernas como en busca de la grasa que hacía surco
en las piernas polvorientas, pero no era suficiente para luchar contra la
galbana, así que la apoyó echándose un trago de la pitarra al coleto.
Al despertar, de buen son, la acémila le miraba con ojos tan
dulces que las moscas se pegaban por una posición en el lagrimal. A su paso, el
maestro le hizo un saludo de compadreo que obtuvo como repuesta un gruñido
espumoso, casi regurgitado; de nuevo a solas se quedó mirando a su compañera en
la labor, parecía estar alta.
-Si tu “sabieras”- le dijo, aún desperezándose del sueño,
alto también.
Este micro tuneado tenía que haber sido presentado con un cocido: el primer párrafo en la morcilla, el segundo en la sopa (de letras), el tercero escondido entre los garbanzos, etc.
ResponderEliminarcarmelo, un desconocido para mi, pero con el que pude echar un ratillo de charla muy agradable.
ResponderEliminarUn abrazo!