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(Foto cortesía de Puri Menaya) |
La era del hombre
Cuenta el cuento que hace mucho mucho tiempo, antes de que
el mundo fuera como lo conocemos, los hombres compartían su existencia con
otros seres que habitaban las eras por derecho propio.
Eran los tiempos
en que los dioses perdían al dominó con los gigantes y los elfos se encargaban
de mantener el equilibrio de todas las cosas. Las hadas eran entonces
mensajeras de buenos augurios entre los reinos de la vida y la muerte, los
gnomos arbitraban en las leyes naturales y las sirenas hacían las veces de guía
en las difusas fronteras de lo real y lo inventado.
Nadie recuerda
cómo fue que unos seres con tan poca enjundia y tan escaso saber como los
humanos, fueron tomando parte y voz en asuntos y aconteceres que estaban muy
lejos de poder manejar. El caso es que el mundo, los días y la existencia misma,
empezaron a perder la memoria, el cabello y la razón, y los magos anunciaron el
final de los tiempos y la llegada de la Edad del Hombre.
Los moradores de
aquellas tierras fueron adquiriendo poco a poco la textura de los sueños y hubo
quienes habitaron desde entonces en odas, mitos y leyendas en espera de tiempos
mejores. Otros se ocultaron para siempre en lo más recóndito de bosques,
océanos, cuentos y montañas, mientras los dioses, ya enfermizos, daban lugar a
las religiones.
Dicen que las criaturas
más intrépidas se camuflaron en los circos, donde adoptaron oficios e
identidades que les permitieron seguir existiendo a cambio de vivir vidas
errantes en un mundo inane, donde ya nada es lo que era ni parece lo que es.
Así, los payasos,
que en otros tiempos fueron confundidos con los ángeles, se vistieron con
grotescas ropas y ocultaron sus rostros tras máscaras tristes que hacían reír a
los hombres y llorar a los niños. Cuenta la leyenda que antes de entrar en los
circos, los payasos fueron personajes respetados como guardianes del saber
sublime que lleva a la felicidad y que tenían la misión de procurar el
despertar espiritual y la lucidez en aquellos individuos que les eran
asignados. Entonces se encargaban, no de hacer reír, sino de recordar a la
gente olvidadiza cómo se hacía para ser feliz.
Hay quien dice
que aún conservan aquel saber y que siguen guardando a buen recaudo los mapas
secretos de los rumbos invisibles y los senderos inciertos que conducen
inequívocamente a la felicidad. A una felicidad que aún parece lo que es y que
es aún lo que era. Es por eso que se ríen. O que lloran, que para el caso… es
lo mismo.
Todo esto cuenta
el cuento y muchísimas más cosas. Pero, ¡bah...! ¿Quién puede creer aún en
cuentos en la Era de los Hombres?